Tantos diferentes, y tan comunes, con la tirria metida en la sangre, con de dolor de otros árboles a separarlos de sus raíces. Arribaban al evento como llegaríamos todos a la tierra prometida. Arribaban los titiriteros, CLETA en sus zancos y sus cachorros, los transexuales con conciencia de hermanoas, los que han sido torturados en el potro del tormento, los desterrados, los que exhiben sus heridas y le dan la vuelta a la hoja de ese otro calendario. Todos los excluidos, los incrédulos que señalan con el índice en su libro sagrado el momento de la expiación y la multiplicación de los peces, los señalados y burlados, los que se visten de negro y se perforan la piel, los payasos de Venecia y Tepito, las hermanas desconocidas, los ancianos sabios que sonríen con un reflejo tan parecido al silencio.
Era la hora del primer viento y el gran espíritu lo sabía.
Tuve que ser selectivo, tanto a ver, palpar, sobre todo el escuchar al diferente, al que no refleja en su indumentaria las heridas victoriosas del olvido, el polvo que hermana, el polvo de muchos ancestros, atrapados en el viaje sideral de nuestro planeta azul, codo a codo en la quilla, para romper al viento, para atrapar la lluvia que sobrevive gozosa, para aprender a sonreír cuando el tiempo es muy otro.
Tres días en el de efe para meterlos de lleno a una hoja de papel, con sus desparpajos, con sus lágrimas y cadencias rotas, con su tanto que decir que ya rompían los labios en gélidas madrugadas de soledades y cucuyos circulares. La ciudad más vituperada de México, lejana y pizpireta abría sus alas, recogía con materna somnolencia a muchos otros hijos que vagaban entre otras realidades. Tanta rabia en los pliegues del delirio, entre la incredulidad y petulancia, entre el poder y su propia ruina, abría sus pétalos. Su perfume confundía los caminos errantes, los que no conducen a ninguna parte, saboreando el sabor del viento en noche clara, herida con un puñal de cuarzo para insertarle un pedacito de luna nueva.
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