Monday, November 30, 2009

Hebras de lo abstracto

Me gusta más que identificación: la persecución y percusión.
Más lo formal y volátil
que lo etéreo del asunto, compás que el tiempo versa
en un Fa sostenido menor.
Por eso me gusta pintar
la onda que una roca hiere al agua que salta
al salpicar su ombligo acuoso.
Por eso me gusta musicalizar
las caprichosas caras de la ternura,
la tersa piel de la melancolía.

Me gusta que al llamado de algún dolor
sea fuego del petate y el color turquesa.
Que el ensamble de la locura
el que los instantes reclaman en recompensa,
sea ventilado en el lienzo con nota grave y pincel.

Me gusta que los duendes se escondan entre los contrastes
de los oleos y derramen aguamiel con el beso de tres amantes.

Me gusta que el color de un precario viaje náutico
endose el adeudo a las cristalinas aguas de la intuición.
Me gusta descascarar de los rojos las chispas escondidas,
los rojos demonios que atizan con sus tridentes
el salitre de delirios y vanidades de los hombres.

Me gusta lo abstracto de las marejadas de los púrpuras;
las escamas del horizonte azul en el carromato de Neptuno.
Las sombras que se descalzan
y corretean tras esas formas almidonadas de la claridad.

Así en esa bala pongo el ojo
para calcar lo que se asusta en papel carbón.
Picando la cresta a la bahía que se difumina
salpicando reflejos y guerreros celestiales.
Justo de ahí tomo los elixires
para revitalizar el empeño, en la cacería de sombras microscópicas,
las que se inoculan en el torso desnudo
de una Venus en blue jeans.

Con la manos encuadro siempre la aparte abstracta
de la espera;
de eso que nunca vendrá.
De eso que alimenta la paciencia de Penélope que por tejer otro cielo
ya olvidó el regreso de Ulises.
Tomo fotografías, arranco la corteza blanca de lo árboles
y escribo en ellos unos poemas
que el olvido repite de memoria.
Que después de incinerarlos un sentimiento de inmortalidad
chasquea el alma,
como las pequeñas olas que mueven sus sonajas de espuma.

Me identifico con las nubes y remolinos en el desierto,
con la oblicua forma de los nidos y la mirada triste de un perro.
Tomo nota de los percances, de la incandescencia de una nota alta
cuyo motivo es maquillar la aurora y esclavizarla al horizonte.

Me gusta la romanza gitana del cosmos,
con sus bules repletos de estrellas;
que nacen y mueren como células en la piel de Dios.

Me gusta el sueño y como dice Manu Chao:
“me gustas tú.
Me gustas la noche
me gustas tú..
Me gusta colombiana
me gustas tú.”
Y como digo yo:
Me gusta la caracola
de la que habla Mallarmé
Me gusta Santa Maria de Sierra Mártir,
aunque no estés tú.

Wednesday, November 11, 2009

La inlunación de Octubre. Acrilico de Waldo

Octubre, jazz y más de los qunientos

Uno de mis músicos favoritos, sin duda Pharaoah Sanders, difícil decisión en un extenso y globalizado entramado de estilos, formas, momentos históricos y diversidad de culturas. Más sin embargo éste músico, quizás por su intrínseca espiritualidad, al igual que Alice Coltrane, Salif Feita, Sun Ra, John McClaughin, y Sor Juana Inés de la Cruz (ella escribió en su momento uno de los ensayos más doctos sobre el tema) han abrevado del mismo charquito, cuya humedad es el alma de Dios.

Pharaoah Sanders es un músico Californiano, que a pesar de haber nacido en Little Rock, Arkansas sus primeros pininos musicales los dio en Oakland California, cercas de San Francisco, tierra de holanes alrededor de una bahía, la cual, estoy seguro, untó en su alma el color predilecto del embrujo.

Sin duda uno de los pocos maestros que aún hacen travesuras con el silencio. Uno de esos pocos que tienden puentes colgantes sobre la bahía de la historia; y son en el mismo instante: presente, pretérito y futuro; un sólo amasijo de notas brillantes saltando de la marmita del mago de lo eterno.

El moverse a New York, a principios de los sesentas, significó el colaborar con una serie de músicos que habrían de ser parte del movimiento del avant-garde, el cual era representado por Sun Ra, Cecil Taylor y Albert Ayler. A mediados de los sesentas Pharaoah Sanders se integró a la banda de John Coltrane, donde las influencias fueron y vinieron dando como consecuencia algunas de las obras maestras del jazz contemporáneo como”Meditations”.

En la década de los setentas colabora con una banda de nombre: Jazz Compose’s Orchestra Assosiation, donde participaban Cecil Taylor, Don Cherry, Larry Coryell y Gato Barbieri, todos orquestados por Carla Bley y Micheal Mantler. Además se seguir en la búsqueda de su propia identidad espiritual, la cual ya se empezaba a develarse desde las páginas del Corán.

Esa búsqueda lo llevó a Marruecos, donde junto con el Gnawa (shamán ecléctico entre Xangó y el Islam) Mahumo Guinia, abría de grabar “El trance de los siete Colores”, el cual es un importante rescate antropológico de una práctica al borde de la extinción, dado el fundamentalismo que afecta el Norte de África. Obra que, por otra parte, me sirvió como tema poético al adentrarme a éste ceremonial cromático.

Del primer trance (Blanco)

De Mali y Guinea los primeros en la travesía
para dar negrura a los arenales, para oscurecer
al aliento y los oasis de Marruecos.
Donde nace la flor negra del fuego.

Gnawas herederos del hechizo, voz de los primeros,
los que interpretan el lenguaje del fuego,
al espíritu que vive dentro de la selva
y escucha lo que dice la luna
cuando baja a su aldea a beber agua de su río.
Gnawa, el eslabón del trance,
arranca un frenesí que se cuida desde que nace
en la piel del tambor.
Que siempre, por consejo de la serpiente, se deben de tocar en par.



Pharaoah Sandres me comunica ese delgado artilugio que emana de fuente divina. No importa que ese concepto fenomenológico encuentre cauces en una religión monoteísta. La santidad no es propiedad de ningún grupo acético o espiritual, es el resultado de una afinación muy especial entre el presente y lo eterno.

El Maleen, el que cuida el tambor multicolor,
el que vela el sueño de su pueblo desde un rincón en la montaña,
pide consejo a Sidi Jilali la diosa del blanco.
Para empezar a girar de nuevo la rueda
en su engranaje universal.

Lento empieza el revolotear de dedos sobre el cuero de cabra
de los Gongas, como repiqueteo de hojas sobre el viento,
de los Sahala, apenas audibles, para no ahuyentar a las sombras
que como guerreras rondan la oscuridad del arenal.
Lentamente se abren los sentidos.
Las brazas aúllan al ritmo que se descalzan,
apenas audibles como las gotas de rocío saltando
desde las copas de los árboles a la vastedad.


Con la música de Karma, grabado en 1969 por Pharaoah Sanders, escribo lo que Octubre me recuerda, y también tiene que ver con la música y la literatura. En 1992 se cumplían los 500 años del supuesto descubrimiento de América y todo en torno desprendía una sensación de tristeza, más no podía precisar si hería el pecho o el alma. El caso es que un árbol en San Diego California me dictó, ese año, unos textos, los cuales fueron organizados bajo el nombre de “Canto Negro, batucada en cinco movimientos”. En ese trabajo traté de rescatar los diversos ritmos y ceremoniales que el fenómeno de la conquista trajo como corolario inevitable, como el negocio de la esclavitud, tan socorrido en el viejo, ahora en el nuevo mundo.

CANTO NEGRO

Primer Movimiento

Tres cicatrices de espuma quedaron marcadas
en el costado de la historia.
Abrieron compuerta, rompieron celosía.
No se comprendieron a tiempo las trampas del espejo, las cuentas,
la pólvora, el caballo y la armadura.
Crucifijos para despostillarlos en la espalda
de nuestros ancestros.
Látigo para mostrar la buenaventura
del pan y del vino.
Tres cicatrices sobre un mar desconocido,
acechado de monstruos.
Tras del límite germinaron los eclipses;
descendieron las sombras con los utensilios de guerra,
signos y escudos dibujados con fuego invisible.
Conquista de un nuevo horizonte.
Tres arañazos de un fuego fatuo
atestiguarían la arquitectura del desenlace;
marca indeleble al nuevo despertar
súbito, sudoroso.
Los remos y la quilla, la cañonera y el timón
aguardaban su tiempo.
El acontecimiento ya se desmoronaba del cielo.
Ya el canto de lo inescrutable acataba dictamen
antecedía la marcha de las cruces y las espadas.
El edicto de la sentencia acumuló gritos y espasmos
aún después de la muerte.
Ardió la espera equivocada, el vaticinio de los dioses.
También los labios de Xochitzel se volvieron alas de fuego
para no caer en manos del enemigo.
Esta visión mía, constancia del susurro del viento,
tenue ráfaga que desprenden los labios de Xochitzel cuando duermo,
para reventar al día siguiente
en rosas negras y flores de canela.
Porque la pena no fue solo nuestra, también llegó de otras tierras.
Transpuesto el horizonte la Santa pintada de niña
tiñó de rojo la causalidad de la conquista.
El veredicto llegó como tropel de tambores en el viento,
a distintas latitudes y puertos,
antes de la aurora, antes del desembarco.
Pues el canto aquel que abría de florecer en tierra extraña
llegó con partitura de grilletes.


De nuevo Octubre retumba en las hojas del calendario, la arena de los relojes continua cayendo, coincidiendo con la sexta profecía de los mayas.
De la música de Pharaoah Sanders saltan las flautas construidas, paradoja del avatar en la causalidad, por un compa Vikingo: Jim Frensh, el cual vive en Del Mar, a menos de una hora de aquí. Entonces todo se interconecta Octubre y el Jazz, el rito y el fuego en el ceremonial que el tiempo dispuso para beneplácito de las estrellas. Coltrane toma su parte y regresa a la nube que le corresponde; Tijuana está gris y Octubre se abre como una granada con sus corazoncitos de rubíes; entonces todo está cercas, en la intersección donde los dioses se dan cita para beber la cicuta de la luz.

Canto Bantú en New Orleans


New Orleans la de muchos amantes,
la que se desgrana en noches tintineantes
y aguijonea, aún más, la tristeza del abuelo.
New Orleans marchas triunfal con la música Prusiana,
por dentro el aliento moro, por la España que te compró.
De un bregar y botín la presa, hasta que un Bonaparte
te integró a París.
No serían muchos los años
la rueda del destierro había girado. Nada huía del hálito de las nubes.
Todo se reducía al acatamiento de la tristeza.
Canto entre pedernales escarlatas de luces sordas, espesas.
Danzantes de fuego
en la pupila del vaticinio augurado
por el poder omnicente del Dios de la noche.
Alquimia musical; nota filosofal desde el África exuberante,
verde-negro al rojo de las llamas del desencuentro.
Idilio sopesado en el ansia;
en la alucinación voluptuosa de hablar con la muerte; de ser y no ser
en la explosión continua de los instantes.
Todos los ingredientes necesarios:
lamento yoruba y strip tease de Marsella
tambores y brillo de zafiro de Costa de Marfil.
Todo en la ocurrencia de Xangó para burlar
la inquietante pena de no poder separarse de la noche.
Trampa del horizonte para amarrar tantos mares
al muelle donde inquilla la distancia.
New Orleans llaga negra, supurando desconcierto de fuego;
elixir con sangre Bantú de un sagrado antepasado.
Noches de ajetreo en torno a la hoguera.
Storeville tendida a un lado del mar.
New Orleans de tus putas doradas, rizos y guiños
para desbordar la locura con botellas de whisky y ron,
besos, puñales de dulzura para rasgar los poros de una negrita
gentiles al contacto del brillo de la luna.
Conquista musical del mundo cuyo origen
se encuentra en el vientre de un burdel, para saquear,
exprimir al tiempo y con sus esencias construir andamios
para trepar y contemplar las formas sensuales de la eternidad.
New Orleans la de tus negros ensuciando los lirios y crisantemas,
fornicando con una pena de tetas de mulata,
y en menos de dos siglos
parir la formula para conjurar los vaticinios de la tierra: El Jazz.


Es Octubre y la madeja se continua deshilando. “La Granja” de los Tigres del Norte ni molestia a los que se reparten el botín. Es Octubre y la luna tocó de nuevo a mi ventana; de puntitas llegó para no enturbiar mis sombras con su luz, respetando mí sueño donde, en un ritual de fuego y oscuridades, ya había llegado a mí.
Sólo un poco más de dos y se cae de nuevo la última pagina del calendario. Y seguimos aguando la fiesta, seguimos balcanizando la única puerta de escape. Es Octubre el mes que posee el más exquisito medallón de luz; luna, de entre todas las lunas, la más sensual, la más traviesa, la más inocente y perspicaz.

Quinto Movimiento.
Misa de Eternidad
canto a un final imposible


El mismo cielo
el mismo repiqueteo del mar
y sus jeroglíficos de espuma dibujándose en las rocas
"todo tan diferentemente igual"
como el vuelo de las gaviotas
y su graznido que se escabulle
en el horizonte perpetuamente azul.
Hay certeza de la llegada
del arribo de nuevas circunstancias
cirqueros y vedetrices entre la niebla.
Instantes eternizados por el amor inacabado, imposible
de la luna con el sol
del sol con la luna.
Este suspiro que nosotros llamamos siglos
y es el amor a la distancia
vuelto día, vuelto noche.
Cada etnia con su rito y sus flores, pintura y tambores,
para quemar el canto en la invocación de los equinoccios.
Danza con frenesí y antorchas.
Esta batucada del alma es el ruido interno de las moléculas,
el burbujeo de las aguas termales de la nada.
Si los siglos se tornan amarillos
por el corrosivo impacto del imposible,
este canto tiznado con el satín que viste la noche
se vuelve eterno
y recorre con ansia loca el destello de los astro-dioses-soles
que nosOtros llamamos estrellas.
A vuelo el tañido de las campanas de aire,
aventura jubilosa del río
que el canto no es propio,
Es el gozo inescrutable de nuestro planeta azul.
Es la ofrenda de nuestro mundo a su creencia,
es el canto negro una reverberación
que recorre el encanto de los ecos
a través de un relicario de primaveras.
Algarabía de la sangre que golpea los tambores, invoca
al presagio, y recorre en círculos al universo,
para que regrese al mismo punto de partida y ser nuevamente
visión de Acotirene,
para desplomarse en la caía sin fin del cielo.