El caminón acostumbrado a estos menesteres sabía de antemano las argucias para lo abrupto del camino. Resoplaba para no sucumbir. En su constante bamboleo nuevos y espectaculares monumentos a la gracia de nuestra madre se sucedían. Los horizontes palpitaban en la distancia, destiladan gota a gota su frescura. El aroma de tierra mojada se mezclaba con la tundra y el musgo, la ceiba y los ríos. Entre los árboles las aves, los monos y el crepitar de la hojarasca creaban el concierto del día, transformándose en la sustancia misma de la vida, en la evidencia más notable del existir: saberse parte indisoluble del verde y el azul. Pasadas las horas el punto de arribo. Algunos indigenas Zeltales nos reciben, nos cuentan, anotan algo en sus papeles y nos señalan el sitio donde nos tendremos que registrar. Caminamos en lo que parece ser un campo de fútbol, afelpado con la humedad de la lluvia diaria. Damos nuestros nombres.- ¿A quién representan?- Más o menos a nostros mismos y algunos datos para la gente de la revista Rebeldía. Nos reagrupan y nos dirijen a nuestras habitaciones, relucientes de otredad con sus clavos para las hamacas y nada mas.
Ahí nos instalamos. Felipe y yo intercambiamos miardas de sobresalto. Se nos olvidó la casa de campaña, los sleeping bags, la lámpara, los utensilios de cocinar, la brújula, el compás, en fin todo. Es aquí donde surje la palabra de Alberto- Vénganse para acá - y todo resuelto. Bajo su casa de campaña, felipe Alberto y yo nos encargamos de elaborar la más bella sinfonía de ronquidos en medio de la selva Lacandona.
La noche danzaba a nuestro alrededor con su coreografía de relámpagos iluminando los cuatro horizontes que simulaban ser más de diez. Los cocuyos respondían con sus intermites destellos mientras observábamos como los elegidos no paraban de llegar. El bailongo se preparaba y la noche vestía de gala. Era noche de jolgorio, atrapaba con su pecho a tanto pendenciero del destino, a tanto truhán de amores y desterrados sin agonía. Ahí estabamos enmedio de un ramo de orquídeas negras olisqueando el murmullo de las sombras, un cacho de historia se apretujó a nostros, el oráculo sonrió discretamente satisfecho. La marimba simplemente empezó a llorar.
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