Ritual de cadencias, ofrenda sacra al espíritu que cuida la noche.
Siete hogueras para quemar la oscuridad, al miedo que se envuelve
como serpiente en el árbol de la fecundidad.
Ciclo de auroras y romanzas.
Pasaje secreto entre los desiertos en la ruta de la mirra y el copal.
Negrura que empalma los siete cielos, donde el genio de bosque duerme
pinchando con donosura el alma del mítico renacer.
Para que lo guarden los hijos de altos vuelos,
los que se adornan la frente con la ceniza del arca de la alianza,
con los siete velos,
con las espinas que lloran por una página arrancada del Corán.
Encalve de distancias en el desierto de Marruecos
donde el mar encalla su peregrinar longevo
Saba reina negra de Etiopia con su corona de siete diamantes
lleva en su vientre un pedazo de historia,
una astilla del Rey Salomón.
Mueve el crisol donde se fraguan los tiempos.
Donde el mito del cielo se desmorona en la arena.
Y es, al paso de las lunas y sus tribales amoríos,
Reino del cielo negro donde solo en sueños
se logra atracar.
Las estrellas peregrinas, a la hora cero, cuando la luna se vuela a la mar,
bajan a estas rocas menesterosas.
Ofrecen buche de agua.
Para que los siete mares en su concilio puedan beber agua limpia
de manantial.
Todos los colores y sus cantos en el abismo de la resurrección.
Alumbran con aceite el paraje al cielo, al otro lado del arenal.
Juegan bajo el hechizo del tizne, a inlunarse bajo la oscuridad.
Adormilados por el presagio, por el encuentro con Sidi Maimun
que mira con un pedazo de fuego en el cielo.
Por el vértigo de saltar entre tinieblas, probando cantos
risas, aromas de inciensos para perfumar otras noches heridas
en el encanto multiplicado en el espejo de la luna.
Éxtasis de fragores, alud de escarcha con el polvo
de las más nobles de las noches, con los brebajes para colorear
las mandrágoras ante el advenimiento de la palabra.
El Camino dual en el siete.
Las fases de la luna y las hadas de los siete colores.
Los siete pecados capitales y las vueltas al templo de la Meca.
Heptaría de la semana y símbolo del cielo.
Las siete palabras en la cruz.
En el crisol donde el tiempo se evapora, donde los muertos
hablan de frente y son en lo que no sabemos que son.
Paulatinamente igual se muere, se revive, con las caricias del viento,
de las nubes que se asoman de rato en vez.
Rito del ocaso, en el devenir de un fin, que no es un fin cualquiera,
cuando amainan las tormentas,
cuando los craquebs se quiebran a las puertas del cielo,
cuando las heridas se tiñen de canela,
cuando del incensario
salgen danzando las diosas de humo que en otro tiempo fueron flor.
Búsqueda febril de puertos para atracar en el ensueño.
Para compensar tanto silencio arropado de agonía,
de egolatrías sin pres en el tiempo que indeleble se escurre
en las catacumbas celestiales.
El Gnawa ha dejado de ser hombre, vuela en un canto,
refleja en su pecho los colores que refracta su revivir.
Es uno en la negrura del síncope cuando las tinieblas cantan
por la ruta aprendida del Vudú.
El Gnawa recorre los siete días de la creación
con el desvelo de la otredad al hombro,
pulsa el ritmo del cielo con un destello que brota del ojo de Dios.
Canta a lo que bulle en el barro negro, cocimiento ofrenda al ébano azul.
Cierra un ciclo de la espiral.
La mándala se dibuja pulcra en el cadalso del horizonte.
Conversa, por fin, con el cerrajero de todas las tinieblas y celosías,
el que comparte los diezmos a las sombras, el que habla de Saba
y su reino en la Babilonia Celestial, empotrada entre nebulosas,
enseres de malaquita y un canto flumoso fatha de palabra santa,
la que se enciende sin arder.
Canto de siete colores, el que se labra con los mejores silencios
en un año de sequías, hambruna y enfermedad.
Las siete cabrillas juegan
a ser las siete pléyades en el Edén.
El color negro despinta su escarlata.
Lo convierte en el color de todas las bondades e indulgencias.
Con los acordes que siete estrellas fugaces arrancan al Gembri
haciendo vibrar todas las cosas, todos los tiempos, los ancestros
y todos los horizontes para que arda el color de los colores.
Sangría de destierros, alabanza a la levadura de trigo, a las espinas del nogal.
El Gnawa dibuja, con el dedo sobre el alba, su porvenir.
Del canto se desprenden chispas, sueños de otros edenes.
Sabe de la cuenta y los nudos de arena
que restan vivir al desatar.
Para que los arenales vuelvan a ser océanos,
en la negrura de la nada imprevisible.
Para que los cielos se caigan de las alturas.
Para que se apague la invocación.
Sabe de la noche exacta.
Cuando salir a rejuntarlos en su bolsa de cuero de camello.
Salvarlos solo por un canto,
antes de su lenta e inexorable conclusión.
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