Monday, September 21, 2009

Inventariando la sopa de letras


El 2 de Agosto de 2008, subí mi primer texto al taller de literatura de periódico Milenio
y, como escribiría a Modesto algunas semanas después “ Caí en una ventanita donde moraba un ser mitad aluxe y mitad otra ventana en la ventana; No para mirar a los exteriores muy diversos y coloridos, sino para asomarse a los interiores. Quizás debería decir interior. Venía de un tiempo corroído por las termitas. De un paréntesis de silencio cuyo segundo símbolo no cerraba su espacio. Pero… Por otra parte ¿Qué escritor o aprendiz de escritor no ha sentido al menos una vez en la vida, como ese caminar dormido a través de un valle poblado de ánimas que aquejan la vigilia en algunos de nosotros? ¿Será? Al menos en algunos parajes de la vida el silencio ha hecho de las suyas; ha rellenado con fechas pospuestas y el síndrome de la inspiración como condicionante para el recolectar palabras en el camino del ensueño. Pues seguramente es ahí donde nacen; entre esos abismos luminosos de plenitud; cuyos aires como constancia divina sostienen el vuelo del colibrí o el jolgorio de los pájaros.
Yo venía de un territorio bastante espinoso. Había perdido el gusto; ese que el niño siente al aventar su avioncito de papel a un cielo más lejano que el que lo arropa en ese instante. Los enredos afrodisíacos cuando pierden control son como esos caballos briosos, salvajes corriendo sin rumbo, solo por la osadía de ser manada bajo el impulso del instinto bajo la luna. Había corrido bastante a ambos lados de la frontera y el desatino fortuito escamoteaba las letras como a cuentagotas. Las palabras, esos pequeños seres que viven acomodaditos, como bultitos en relieve visto el papel horizontal, me habían acompañado desde antes que aparecieran mis recuerdos. Esos diminutos juguetes se habían apoderado de mí calendarios atrás.
Durante mucho tiempo la alacena de nuestra primera casa en Tecate, también en la avenida Revolución, había lucido una vajilla de plástico azul. Misma que había obtenido como premio de un concurso de poesía relativo a la madre cuando tenía seis años de edad. Aún recuerdo, como un trozo de celuloide desfasado entre el audio y la acción, el momento en que me hicieron repetir el poema, del cual aún recuerdo, con una especie de culpa y dolor ontogenético. Sus palabras no llenaban un haiku. En más de diez ocasiones me hicieron repetirlo hasta que el locutor de la XEKT Juan Miranda me levantó y me puso frente al micrófono. Esta vez me aseguré gritando a todo pulmón mi poema.

En el umbral de la adolescencia escribía poesías vinculados con mi vanguardista adhesión a esa causa que representa el, aparente, sentido común de la obviedad pueblerina: La religión. Leía capítulos de la Biblia y utilizaba esos mismos parajes conduciéndolos a otras situaciones y circunstancias, sentado bajo un pirúl, cuyos ramajes eran mi escondite favorito. Escribía a partir de que terminaba mi lectura, entonces dejaba que esos mismos personajes actuaran otro guión. Escribía eso que mi poca imaginación o con mi incapacidad de traducir fielmente dichas escenas a palabras.
El párroco de la iglesia, un joven y recién egresado del seminario de algún lugar lejano, porque para Tecate, en ese tiempo todo estaba lejano, incluyendo la radio y la televisión, traía un rumor tras de sí. Mismo que nunca fue desmentido por él ni por nadie de su estado mayor. Se rumoreaba que en ciertas noches declamaba poesía a su pez en su acuario y a un gato que miraba insistentes espíritus a su alrededor. Procuré acercarme a él para mostrarle mis textos literarios. Ignorando en esos días lo que significaba “textos” y “literarios”. Las mías eran poesías. De las mejores a muchas galaxias a la redonda. Después de vencer mi taciturna timidez y solicitarle cinco minutos para mostrarle mi cuaderno Scribe de dibujo “las nuevas versiones de Jesús luchando a brazo partido para liberar a su pueblo del injusto imperio Romano”. Quizás hasta leyó eso de que las sanciones de Jesús eran sólo eso sanciones y no milagros. Lo mismo que lograríamos todos simplemente al escuchar lo que dice nuestro reflejo desde el charco con atención. Reflexiono y vuelvo al rostro serio y silente del joven recién egresado del seminario el cual hojeaba en silencio las hojas de mi cuaderno Scribe garabateado de poesías.
-Creo que debes acercarte más a la lectura. –Dijo el joven recién egresado seminarista.
-Para que tengas algunos consejos de otros poetas. Se levantó y con una mano dijo casi como quién da una orden: “espérame aquí”. La sotana negra se desvaneció y apareció minutos después con un libro frente a ella.
-Aquí podrás encontrar muchas preguntas pero también, lo que es aún mejor, muchas preguntas. -Dijo el joven seminarista recién egresado del seminario y, lo había recién notado, de ojos color café. Leí el nombre del libro “Antología de la poesía Mexicana”. Hasta años más tarde repararía en los autores de esta obra. Cosa que todo mundo, creo, actualmente conoce. De este libro brincaron los primeros poetas que conocí: Amado Nervo, Manuel Acuña, Luís G Urbina, Francisco Rojas, y muchas paginas con nombres y fechas, con diversos estilos y formas y temas y cielos. Había tanto de que hablar además de esas versiones Bíblicas cuyas aventuras solían leerse sólo entre líneas. Percibí como escribían acomodando las terminaciones en cada renglón para que sonora más sonoro. Ignoraba que se les llamaba versos. Algunas veces hacían modificaciones en las terminaciones combinando el primer y el cuarto renglón, dejando que el segundo y tercero jugaran a su vez con una terminación diferente. En otras el primero y el tercer renglón eran iguales así como el segundo y el cuarto. Y otras que logré poco a poco ir descifrando. Tiempo después me enteré de la contabilidad silábica en esos renglones alineados por Dios. Contaba con los dedos, y casi me salían las sumas contra las restas. Entonces empecé a reescribir mis pasajes bíblicos, los mismos que habían provocado el silencio del joven seminarista de los ojos cafés, a un casi nuevo ordenamiento del primer movimiento cristiano de la antigüedad. Aún en las catacumbas de la clandestinidad. ¡Claro! que no había escrito sobre esto, pero las oportunidades que nos ofrece la literatura son infinitas, así que bien podemos dar por hecho que esto fue lo que inquietó al recién egresado seminarista de los ojos cafés. Pues la libertad de la escritura va de la mano con la infinitud; hasta podría decirse, parafraseando a los filósofos mecánicos; ¿Qué es primero lo infinito o la escritura?

Algunos años después, en secundaría y preparatoria, el profesor Benjamín Chávez nos habría de dar las clases de literatura hispanoamericana y universal. Ya en ese entonces existía en Tecate el monopolio de las letras y los carteles de Biología y Matemáticas. A la distancia veo con agrado que la secundaria Francisco I Madero haya esparcido las aguas bautismales al nombre de Benjamín Chávez a su biblioteca. En ese tiempo me costaba contar con los dedos las silabas y verificar terminaciones. La era psicodélica llegaba como un eco brincando la línea internacional. En la constricción geográfica de Tecate
la música delimitaba su cartografía natural. La televisión nos había mostrado, además de ese primer show de los Beatles sobre los nuevos territorios a recolonizar, Woodsotck y la irrupción del Led Zeppelin; las luces negras y ese misticismo adolescente decorado con los dedos simulando una V. Vietnam, un 2 de octubre en la consciencia y la palabra Tlatelolco brillando antes del sacrificio posmodernista. Aún con todo esto invariablemente Tecate amanecía con sus calles barridas y sus jardines llamando a las abejas a libar. Su montaña el Cuchumá, al Oeste, custodiaba los cuatro puntos cardinales y esculpía paciente todos sus crepúsculos. No existía otra realidad sino la que se desmoronaba frente a nosotros, con su futuro cargado de bondades y precipicios a cuestas. El profe Benjamín Chávez me atraía, pero a la vez tenía algo de aterrorizante. Apretaba la mandíbula al caminar, siempre de impecable traje en tres piezas, y sus ojos destellaban tras sus gafas de aumento. No sé que personaje representaba o si él era el creador del personaje que lo impulsaba de súbito a cometer verdaderos alucines en el salón de clases.
Recuerdo, por ejemplo, su típica reacción al escuchar alguna respuesta, de esas tan geniales que podrían sin duda pasar a la inmortalidad. Teníamos un compañero al cual apodábamos Lomonosov, por las características que lo hacían similar a éste matemático ruso, en el terreno de lo delirante, poseía el record imbatible de provocar que el profe Benja se azotara literalmente en el suelo. Se quedaba en silencio para atemperar esos latigazos de espeluznante sabiduría con que nuestro compañero Lomonosov lo fustigaba. Aquí debo decir que nunca robé ningún libro de la primera biblioteca que ayudamos a construir. Tiempo después en esas borracheras de coloquios y encuentros literarios, algunos se vanagloriaban, con un vaso de tequila en la mano, de ser los responsables de dichos hurtos “Yo me robé cuatro” aceptaba el lobito “y les di buena utilidad”. Saltaban al ruedo diversas cantidades de libros en ese confesionario etílico embarrado de la música de Jonny Mitchell. Yo no tenía nada que decir; sentía pena confesar que yo nunca me robé ninguno, pero si había leído El Quijote y Robinson Crusoe. En esas tertulias era como sobreentenderse que para ser buen escritor había que tener algunas crucecitas como las calaveras en los aviones de combate. Por esos días aún contaba silabas y preparaba las terminaciones con palabras terminadas en ción, ades, adas, or, er, do y re. Todo lo que escribía pareciera ser un solo poema al que corregía obsesiva e infinitamente.

Ya en la universidad otros libros y otras causas y otros tiempos delimitaban el trasiego de mis poesías con el cotorreo en la avenida Revolución donde escuchaba los requinteos del Diablo y no es una metáfora. Palomeaba en el Mike’s y el Aloha. Empezaba sus rolas improvisando y sonreía de todos esos infelices mortales que miraban desde lejos el cielo.
En otro lugar del planeta, en San Francisco California, otro músico, Jerry García, interpretaba las escalas y sus múltiples interpretaciones astrológicas que el Diablo, desde Tijuana aventaba a las estrellas. Es por esta razón y no otra que decían que Jerry García tenía pacto con el demonio, siguiendo la leyenda del Crossroads en el Mississippi. La verdad es que en la Revu realmente tocaba el Diablo.

Tiempo después, una mano femenina me regaló el libro de Rayuela de Julio Cortázar. Primero padecí el desconcierto, pues había olvidado leer sin contabilizar silabas en cada renglón. Pareciera que en cada párrafo me extraviara. A la primera de cambio esta lectura me enviaba a la rolita Whole Lotta of love del Led Zeppelín, años más tarde sabría del Willy Dixon y su autoría. Cosas…
Una vez que logré bajar los acantilados y sumergirme en las aguas Cortázianas, con el soplo divino bajo mis pasos, logré serenar la volatilidad de mis ideas y dejarme conducir literalmente a otra dimensión. Descubriría, todavía incrédulo, que Cortázar no silabeaba en cada renglón, que inventaba otras rutas de escape a la imaginación, a la fantasía. Utilizando todos los medios a su alcance, desde Copérnico hasta Louis Armstrong. Cortázar me daba con la regla sobre la mano para ayudarme a liberar mi manía metafísica a contabilizar y administrar las silabas y terminaciones. Encontré en la literatura de Julio un trasfondo súbito e inesperado. Pareciera que el texto adquiría el efecto no sólo de la 3D, sino el de la develación. En alguna parte de sus textos, había aprendido a hacerlo, se encontraba una llave que lograba abrir nuevas dimensiones dentro del mismo relato. Entonces, ya con la llave en la mano, abría otras gavetas en el mismo texto, y dejabas de ser tú, más bien seguías siendo tú pero la perspectiva de acechar el relato era diferente. Era como si pudieras caminar dentro de su narrativa, interactuando con los prodigios y personajes de su literatura fantástica.

Los años posteriores a Saturday Night Fever fueron para la Revolución devastadores. Muchas bandas se quedaron sin trabajo. El rock como estilo de vida y actitud contestataria de toda una generación de adolescentes en contra de esa opiácea manipulación del stablishmente en torno suyo, llegaba a su fin.

El Diablo desapareció de la avenida Revolución.

La influencia de John Travolta y su dedo al cielo, ese mundo construido con pedacitos de espejos que amortizaban un despertar en múltiples reflejos, dejaba abierta una puerta que muchos no lograr cruzar de regreso. La revolución sexual en Tijuas.

Aún incrédulo del marasmo consumista en que se encontraba el mundo musical, empecé a interesarme por el Jazz; lo que obvió y terminó por alejarme, de una vez y para siempre, de mi obsesiva tendencia por las silabas y sus terminaciones. A la vez que esto acontecía Tijuana empezaba a manifestarse a mis ojos entre velos de bruma y prodigiosas caricias nocturnas. Empezaba su metamorfosis frente a mis ojos; emergía de su flor de loto como una mujer marina y sensual. Empezó a manifestarse cada vez más persistente. Sus pócimas y desvelos harían el trabajo restante. Se materializaba cada vez más en mis textos, pero ya no utilizaba la cinta métrica, la cual solo pendía de mi cinturón, como cicatriz de mis antiguas obsesiones silábicas. Ahora; con la libertad de ir y venir al reino de la transparencia. Con la libertad de conjurar del tiempo la misma divinidad, trayendo de esos parajes pedazos de evidencia celestial.
El Jazz había pinchado la burbuja de mi abstencionismo a la libertad, de ese miedo a la libertad del que habla Erich Fromm. Pronto el Arcade de San Diego surtiría de discos mis alacenas, a buen precio y verdaderas joyas. Como ese tiro de tres barandas que dan en la
roja después de una vuelta al mundo en tres historias.

Luego vendrían tiempos buenos, algunos regulares, tiempos de crisis sobre la frontera, tiempos que se alejaban y recobraban el aliento solo para evidenciar que su hálito no pertenecía a éste tiempo. Pero como decía al inicio, hay algunos abismos inesperados en las calles, o sobre las paredes, los cuales nos llevan como números quánticos a otras realidades u otros dolores. Así fue como encontré ese agujero en forma de ventanita en el periódico Milenio, después de una larga y azarosa sequía. Ahí aguardaba paciente el duende de las ventanas, para que vislumbrara otro tipo de luz. Una luz que emergía como Diosa entre las aguas de otro mar. Ahí encontré, encontramos seguramente diría Modesto, haciendo gala de su nombre, un motivo, un aliento, una palmada de amigo a invitarme a brincar la rayuela, dibujada con cal y en honor de eso llamado, para bien o para mal, azar.

Después vendría un punto y aparte y con él un nuevo abordaje; ahora sí definitivamente
curado del síndrome del silabismo en SA (silábicos anónimos).

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