Saturday, August 29, 2009

El Tristumbre del Ceremonial; arte pétreo de un rato de Waldo

El Tristumbre del Ceremonial

Uno


Frente al Este.
Donde se desgrana el primer chorro de luz.
Invoco lo que ignoro.
La sustancia nodriza, la tinta roja del calamar.
(Telarañas por donde trepa sigiloso el sol)
En un extremo de la cruz,
la que ata en primaveras sus maderos a otro tiempo,
dibujo con una pequeña flama la tapa del sarcófago celestial,
los enmohecidos clavos que atraviesan su piel.
Desempolvo los retablos de mí entender, rústica manera de decir:

“Es que así lo habían predispuesto
las sombras que vomitaba la lámpara de kerosén”.

Penetro a un limbo de enigmáticos descalabros.
Con charangos y mandolinas arpegiados por ángeles
con mirada de yadró.
Constancia ante el olvido, en un abrir y cerrar de ojos,
encendiendo la rutilancia de esdrújulas y cuervos,
de los espejismos saltarines en bahía Concepción.
Punto equidistante entre el desierto y sus flores.
Donde los ocres y las pinturas rupestres atestiguan
la palabra sabida antes del verbo;
la que arde entre azules casi cielo, la que anima a pizcar piñones
siguiendo la ruta del arroyuelo
sus profecías , recolectando guijarros para las flechas.
En el guaje un trozo de fugacidad.

Con un buche de café
rayoneo las nubes en blanco, con el lenguaje de las arenas,
para que las distancias sean benévolas
y se levanten como Lazaros en el camino.
De mi morral saco lo inimaginable:
garabatos con títulos de poemas, tréboles de cinco hojas,
melodías del desierto, la flauta sagrada de los Kucapá,
la complicidad de un coyote con la luna.

Cuestión de rituales.
Como dejar que el viento acuda cuando lo invoco silbando.
Para compartir trocitos de soledades.
Para airear esos versículos impronunciables
al conjuro de la rumorosas y su laguna salada,
sus mezquites, y cachorras; una historia
y civilización convertidas en rocas.


Entre un barullo de sahuaros,
de rocas grafiteadas por el tiempo,
la cueva del diablito Kumeay,
invoca una antigua melodía del viento
en equinoccio.
Me remojo la cara con su luminosidad sonora;
en la penitencia matutina de las biznagas,
vallecitos y escafandras.
En la colisión en la sierra madre occidental
con el cielo.
Ya será otra noche cuando se descodifique
el lenguaje nocturnal de las cocuyos
orquestado en un fluir melódico,
sideral.
Ya anoté con sumo cuidado cada acorde,
cada ráfaga de aire que hace sonar el clavicordio
matutino.

Con los brazos abiertos me declaro
culpable.
Prófugo de los abismos y cómplice de las cañadas.
Con maíces tiernos para no extraviar el camino
de las cenizas aguas de la nimiedad.
Para aceitar las aldabas y bisagras del antiguo portón
de sombras
en el telar cósmico de naguales y espejismos.

De frente a mi delirio.
Con sentimientos de amanecida acepto el nuevo reto.
Mi pecho se abre a los últimos dardos luminosos
que lanza la estrella de la mañana,
reventando en palabras, balbuceos y resequedades.

La mañana se desnuda de azules entre la bruma.
Al Oeste el mar oculto tras las lomas.
Aguarda paciente que la claridad se zambulla en el horizonte
para chapotear de estrellas
entre las sombras aún por parir.

Será de cierto: Una danza del eterno eternum alrededor de la hoguera;
bajo una oscuridad troquelada con chispas de mezquites.

II

En torno.
Los fulgores hilvanan en punto y cruz la noche.
Mi silueta, en la ventana, se desvanece entre un extraño vapor
de penachos y lanzas y escudos y palmeras de luz.
Mapa de la vía Láctea,
donde se agrandan o achican las estrellas.
según los arpegios púrpuras de mis ojos.

La busqueda,,

III

La mañana sube por el cielo.
Camina entre el caserío de las lomas;
sabe de los encuentros a mitad del camino.
Llega hasta mi punto de enclave,
no mi sitio de poder.
Cosquillea mi nostálgica memoria
para reivindicar una abulia que rara vez
se enternece.
Trata de tensar mi indiferencia
haciéndome creer que soy un gigante
habitante en una línea de mi mano.
Inventariando con pulcritud los indultos
que la vida me ofrece.
Interpreto los gabazos del magro café.
La figura enclenque de mi cuerpo
se estira entre diminutas explosiones.
Humedades polimorfas que al soplo divino
se interpretan con los ojos vacuos de mi no estar.

La gran travesía

IV

Los objetos de barro,
que he coleccionado de otras tierras,
endurecen su cotidiano cocimiento de tiempo.
Su redención y viaje sin regreso.
La shakira adorna el sudor de esas manos.
De Huicholes y Tarahumaras el centro de mi cruz.
Arrabal en el desierto y barrancas que disertan sobre la eternidad.
Sahumerios que el tiempo esparce en la tierra caliza del arenal.

Tótem y fugacidad,,

V

Como en el puntillado.
Cada grumo es una célula dibujada en el contorno de la sombra;
es una partícula de tiempo encadenada al silencio,
mejor dicho, al crepúsculo.
Una palabra, un verso, un poema, un catalogo de sinsabores,
un sabor agridulce, como la azúcar amarga son,
después de las estridencias, una pequeña lucecita
en una cabaña en el lejano valle de las sombras.
Cabaña habitada por agreste ermitaño que diseca y cuelga
en las paredes de madera pedazos de atardeceres.
Sabe el lenguaje de las sombras.
Sabe que su nacimiento colorea el cielo antes de la última palabra.
Todos los atardeceres, sin importar sus refulgentes coloridos,
con o sin canto de los pájaros, auguran siempre una noche.
Condición vitalicia para encender en el cielo las estrellas.

Él colecciona atardeceres
de modo que cuando anochece no utiliza veladoras.
Su cabaña se ilumina con mil luces prodigiosas,
de diversos crepúsculos y capullos.
Unos vueltos jirones con el brillo escarlata manchando el naranja.
Otros con raspones avioletados, o con los moretones
del crepúsculo ante el golpe de lo eterno.
Los hay púrpuras difuminándose en cadencias del rito Bantú.
Algunos nostálgicos con el color pardo de la despedida.
Lluviosos, de abstractos páramos decorados en concha nácar.
Desérticos y acechantes, con barruntos de tempestades.
Todos ardiendo en un solo vitral.

Con la punta de obsidiana abro el reino de los sueños.
Para ver cuando los ramajes de la noche
abran su alma y robar un trozo de fuego padre
y alimentar la siguiente aurora.

Cuando desea dormir
el ermitaño sopla tres veces al cielo raso de madera.
Un viento suave acaricia la tersa piel de los ocasos.
Y el enjambre de atardeceres se empieza a extinguir
entre múltiples silencios de colores.

Afuera, en telar kumeay, la noche hila con estambre de luna la oscuridad.