Saturday, August 29, 2009

V

Como en el puntillado.
Cada grumo es una célula dibujada en el contorno de la sombra;
es una partícula de tiempo encadenada al silencio,
mejor dicho, al crepúsculo.
Una palabra, un verso, un poema, un catalogo de sinsabores,
un sabor agridulce, como la azúcar amarga son,
después de las estridencias, una pequeña lucecita
en una cabaña en el lejano valle de las sombras.
Cabaña habitada por agreste ermitaño que diseca y cuelga
en las paredes de madera pedazos de atardeceres.
Sabe el lenguaje de las sombras.
Sabe que su nacimiento colorea el cielo antes de la última palabra.
Todos los atardeceres, sin importar sus refulgentes coloridos,
con o sin canto de los pájaros, auguran siempre una noche.
Condición vitalicia para encender en el cielo las estrellas.

Él colecciona atardeceres
de modo que cuando anochece no utiliza veladoras.
Su cabaña se ilumina con mil luces prodigiosas,
de diversos crepúsculos y capullos.
Unos vueltos jirones con el brillo escarlata manchando el naranja.
Otros con raspones avioletados, o con los moretones
del crepúsculo ante el golpe de lo eterno.
Los hay púrpuras difuminándose en cadencias del rito Bantú.
Algunos nostálgicos con el color pardo de la despedida.
Lluviosos, de abstractos páramos decorados en concha nácar.
Desérticos y acechantes, con barruntos de tempestades.
Todos ardiendo en un solo vitral.

Con la punta de obsidiana abro el reino de los sueños.
Para ver cuando los ramajes de la noche
abran su alma y robar un trozo de fuego padre
y alimentar la siguiente aurora.

Cuando desea dormir
el ermitaño sopla tres veces al cielo raso de madera.
Un viento suave acaricia la tersa piel de los ocasos.
Y el enjambre de atardeceres se empieza a extinguir
entre múltiples silencios de colores.

Afuera, en telar kumeay, la noche hila con estambre de luna la oscuridad.

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