Como una forma de divulgar, pero al mismo tiempo preservar esta tradición Mexicana ante los vaivenes de una sociedad consumista, cuyos vértices se mueven bajo el slogan de “nuevo” y “trascendente”, decidimos construir un altar de muertos en la Academia de San Pasqual, donde recién empiezo mi tarea de ayudar a estos jóvenes que estudian Arte y Español. Como toda actividad novedosa, este nuevo proyecto atrajo desde un inicio la curiosidad de otros maestros y estudiantes, los cuales nos visitaban y preguntaban sobre algo en particular de los elementos que conforman el altar. El maestro Jason Beedle apoyó desde un inicio la idea de construir un altar, máxime que ya con anterioridad hemos apoyado al movimiento Zapatista con poesía y música y hemos contribuido en la medida de nuestras posibilidades, en el frente zapatista, en nuestro Aguascalientes del ejido Maclovio Rojas, uno de los más aguerridos y bragados de Tijuana, apoyando la consulta, la otra campaña y la sexta declaración de la selva Lacandona, desde la frontera Tijuana/ San Diego y sus alrededores.
Ahora nos tocaba tejer ese delicado brocado de la tradición, una de los más significativos en la cosmovisión indígena de antes y después de la conquista. La concepción mágica que nuestros antepasados desarrollaron a partir de su entorno y cuya última finalidad era la de trascender los diversos cielos que se entrelazan hasta la morada de sus Dioses. Donde altiva la muerte era la flama más bella del sacro recinto. La muerte, enhebrando el misterio nunca develado del todo, era final y nacimiento en el sacrificio de la sangre del hombre, cuya última finalidad era mover los engranes del universo y echasen a rodar nuestro mundo a través de ese enorme hueco del marasmo celestial.
Con el papel picado ambientamos la posta del viento. Para que el rumor luminoso que las sombras dejan al paso de nuestros muertos hiciera constancia de su presencia. Para que el papel de china dibujara las fórmulas que descifran la ruta al inframundo. Para poder ventilar la otredad con el vaho que los siglos depositan sobre los altares del nuevo día, eso tan parecido a la vida eterna.
Con la fruta, dijimos ante las preguntas de maestros y estudiantes, ofrendamos a la tierra sus frutos y reconocemos nuestro origen y destino. Sabemos que nuestra madre nos acaricia con el sigilo de su propio sueño y con el sueño nuestro soplamos para que se enciendan un poquito todas esas almas que se pierden entre las luces de los cucullos.
Las velas, blancas, rojas y verdes y su respectiva flama significan el tercer elemento: el fuego, el elemento que bulle en las entrañas de la tierra y da sentido a los mares y montañas y valles y desiertos y miles de enredaderas de sueños que trepan para atrapar el motivo de la luz solar. El fuego del conocimiento, eso que dio origen a la conciencia del hombre y la creación de su respectivo dios. La trasformación y mutación de la materia, noble magma que da origen al misterio del hombre.
Dijimos, a los que quisieron escuchar, que el agua simbolizaba al origen mismo que en chopos borboteaba y borbotea para constituir el milagro más grande entre todo lo imaginable a millones de años luz a la redonda: la vida, el hombre y su infinidad de Dioses (que alegres y terribles salen a corretear entre los diversos cielos donde el hombre les permitió morar).
En este nuevo evento no participaron todos, pero sí un número considerable de nuestros estudiantes, al llamado de que colocaran una foto de algún ser querido y fallecido; aparecieron Jimi Hendrix, Cantinflas, el siempre presente charro con su…amorcito corazón…, Steve Jobs, Charles Chaplin, la Janis y el Jim, Pancho Villa ¿Cómo podía faltar?, John Lenon, Gorge Harrison, un perrito cuyo nombre no recuerdo, algunas lágrimas para condimentar de último momento la ofrenda, Cesar Chávez, Michael Jackson y muchos más.
Y, como dijera el Despi, para un buen cierre a este cotorreo: “La finalidad del altar de muertos es para que nuestros muertos no se nos vayan a morir”.
Así hicimos nuestra ofrenda a los muertos conocidos y algunos por conocer, así ayudamos y nos ayudamos colocando otro rumbo a esta tradición, la que en vez de apagarse se enciende en nuevas hogueras. Así presentamos nuestro respeto y albur a la muerte, por una nueva ruta en California (San Pasqual) para que al mantener con vida esta tradición, paradójicamente, nos salva del olvido y su consecuencia: el verdadero morir.
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